La comida que prepararemos en La Casa consiste en recetas sacadas del libro "Arte de cozina" del cocinero de Felipe III, F. Martínez Motiño, editado en 1610.
Consistirá en un menú de variados platos que combinan los distintos gustos de la época. Podremos saborear platos como Garbanzos dulces, Cazuela de natas, Albondiguillas de borrajas, Salpicón de atún, Salmón en escabeche al estilo de Portugal, Sopa de Aragón, Duelos y quebrantos, y por supuesto no puede faltar el chocolate y torrijas.
Para participar en la comida se pide que lo reservéis con antelación y una ayuda de 35 euros para continuar las actividades. Podéis llamar al 615949355.
También si venís con niños avisad, pues prepararemos un servicio gratuíto de canguro en la biblioteca municipal mientras dure el concierto.
La sociedad española del Siglo de Oro era una sociedad de fuertes contrastes sociales. La clase noble bien alimentada, incluso en exceso, y las clases más humildes que tenían una alimentación de subsistencia donde gran cantidad de desarrapados, holgazanes y pícaros vivían de la limosna y las sopas de los conventos, son los llamados sopistas o brodistas (brodio o bodrio era el nombre de la sopa que daban en los conventos).
El comedor como lo entendemos en la actualidad no existía en la época, cuando se juntaban muchos a la mesa o se daba una fiesta pública, se habilitaba en una sala una mesa montada con tableros sacados de la cocina o la zona de servicio y que se armaban sobre borriquetas traídas de la cocina o la zona de servicio.
Las mujeres españolas comían sentadas sobre tarimas alfombradas o en el suelo, costumbre que llamaba la atención de la condesa de Aulnoy en sus “Memorias de la Corte de España” (1690). En “Mojiganga”, obra de Calderón de la Barca, la recién viuda Doña Clara se prepara a recibir visita de pésame y ante el ofrecimiento de sacar luz, algo de comer y una mesilla, ella contesta: “¿Qué es mesilla?. Eso no: luz, huevos y torreznos, vaya, pero mesilla, perdona, que he de comer en las faldas”.
Una sala dedicada a comedor era raro, sin embargo en ciertas casas nobles, con muchas relaciones sociales, podían tener habilitada una sala donde la mesa permanecía instalada de forma permanente.
A la hora de cenar las personas acomodadas no necesitaban ni siquiera la mesa, ya que se les llevaba la comida al lugar donde estuviesen, y lo hacían en una mesilla para ese efecto. Desayunaban pronto, comían a mediodía, se echaban la siesta, tomaban el chocolate y les servían algo ligero hacia las once, que ingerían ya acostados sobre una mesilla para comer en la cama.
La cocina servía como lugar de reunión a los más pobres, y en ellas comían y estaban la mayor parte del tiempo. Todavía en nuestras rurales tenemos las cadieras con su tablita abatible donde se apoyaba el tazón o plato en la cocina, lugar donde se está hasta la hora de dormir.
El servicio de la mesa normalmente es de loza, solo las vajillas de los grandes son de plata, como parte del tesoro de la casa, espejo y honor del dueño (costumbre medieval). La alacena guarda el servicio de la mesa, algunas jarras y morteros. Los cacharros se lavan en agua a la que se añadía vinagre, frotando con hojas o tierra.
En casas de gran alcurnia el maestresala tomaba un bocado o probaba el vino, por miedo al envenenamiento de la persona principal, aunque luego quedó en costumbre protocolaria. Los alimentos durante la comida se manipulaban con las manos o con la ayuda de un cuchillo (la costumbre del uso del tenedor no se generaliza hasta el siglo XVIII). Los alimentos sólidos se ingerían con la ayuda de los dedos, era de buena educación tomarlos con las puntas y no llenarse las manos y la cara. En general la carne ya venía cortada de la cocina y a veces incluso el cuchillo era innecesario en la mesa. Las clases más elevadas exigían refinamiento en sus mesas y era imperdonable chuparse los dedos, además eran norma los aguamaniles entre platos o por lo menos al finalizar la comida. En el siglo XVII era un exquisito refinamiento que algunas damas comiesen con guantes puestos.
En la Historia de la vida del buscón, Francisco de Quevedo nos cuenta: "Sentóse el licenciado Cabra y
echó la bendición. Comieron una comida eterna, sin principio ni fin. Trujeron caldo en unas escudillas de madera, tan claro, que en comer una de ellas peligrara Narciso más que en la
fuente. Noté con la ansia que los macilentos dedos se echaban a nado tras un garbanzo huérfano y solo que estaba en el suelo. Decía Cabra a cada sorbo: -Cierto que no tal cosa como la
olla, digan lo que dijeren; todo lo demás es vicio y guía".
La famosa olla era el plato diario en todos los hogares y que, según sus ingredientes, distinguía a ricos de pobres.
Al terminar se levantaban los manteles y se daban gracias a Dios y agua a las manos con un aguamanil, toallas y jabón. Recordemos el aguamanil ofrecido tras la comida en casa de los duques que deja perplejo a Don Quijote ya que en vez de lavarse las manos le lavan las barbas y el cree que puede deberse a una extraña usanza en esa tierra.
El pan era la base de la alimentación de las clases populares y solía untarse en aceite o vino. Se utilizaba para engordar los guisos y en los postres. Era la base de la alimentación de los pobres mientras que para las clases altas era un complemento, blanco, candeal para los pudientes, moreno para los pobres.
Las clases populares comían poca carne a diario, sin embargo en las grandes celebraciones era un manjar muy apreciado. Las carnes más consumidas por el pueblo eran las aves, pollo, gallina, pajaritos y todo tipo de caza. También cocinaban la casquería del cerdo: mollejas, menudos, tripas, livianos, chanfaina; a veces se comían en un estado un poco putrefacto y debía acompañarse de una fuerte salsa de vinagre o especias.
Los más pudientes tomaban carne a diario (pescado en salazón o huevos durante la Cuaresma, pues las prescripciones religiosas y el rigor de la Contrarreforma obliga a alternar días grasos con días magros), mientras que los más pobres consumían legumbres, hortalizas, queso, aceitunas, reservando la carne para grandes ocasiones. Un trozo de pan y queso podía ser la ración diaria de un pobre.
Los huevos eran muy apreciados. Había platos que después de mucha elaboración se coronaban con huevos cuajados por encima. La capirotada que era plato de lujo considerado exquisito (ajos, aceite, queso, hierbas machacados y mezclados con una docena de huevos batidos, se vertía encima del asado de carne al final de la cocción de forma que quedaba cubierta a modo de capirote).
Por la bula de la Santa Cruzada se otorgaba a los españoles el privilegio de comer en Cuaresma huevos, leche y queso. Nada impedía por tanto que se cocinasen juntos o separados y así era popular comer en sábado esta comida permitida.
El bacalao se consideraba comida de gente humilde, impropia de clases superiores y, por supuesto, de caballeros. También se relacionaba con ser costumbre morisca, los moriscos se decía que eran amigos de pescados baratos, como por ejemplo el abadejo, o las sardinas y la ensalada cruda.
Los labradores se sustentaban almorzando unas migas o sopas con un poco de tocino. A mediodía comen un pedazo de pan con cebollas, ajos o queso y así pasaban hasta la noche en que tienen olla de berzas o nabos y un poco de cecina.
Las especias eran muy utilizadas en la gastronomía de la cocina mediterránea e islámica. Azafrán, clavo, jengibre, canela (la más utilizada en el Siglo de Oro, se utilizaba tanto para platos dulces como salados), los cominos, cardamomo, nuez moscada, pimienta y toda clase de hierbas aromáticas: perejil hierbabuena, orégano o tomillo.
Cuando había que consumir carnes y pescados que ya llevaban mucho tiempo muertos, se recurría a las especias para enmascarar la podredumbre. Las carnes se guisaban acompañadas de todo tipo de legumbres y migas de pan que, de otro modo, tendrían un sabor espantoso sin el aderezo de las especias. Para nosotros hoy en día la carne de venado tiene un sabor muy fuerte, pero en esa época se consideraba que no sabía a nada si no se especiaba. El vino que se picaba con rapidez también se especiaba.
Los pobres tienen asociado el olor a ajos. La cebolla que tantas veces menciona Sancho era comida de gente humilde y, como el ajo, no se consideraba adecuado para gente refinada. Tampoco los médicos recomendaban su uso pues pensaban que producían malos humores en el estómago, sed e inflamación y ventosidad, además de dolor de cabeza, hacer orinar y provocar el menstruo de las mujeres.
El vino era de fácil adquisición, todas las clases sociales lo compraban y su precio dependía, claro está, de la calidad. Todas las clases sociales apreciaban el vino y no dudaban en consumirlo, se utilizaba tanto para beber como para cocinar y se creía en sus cualidades medicinales y reconstituyentes. El vino ordinario se almacenaba en pellejos por lo que sabía a pez, se decía que el vino sale del vientre para meterse en el propio, o en barreños o tinajas de barro avinagrándose rápidamente. Por este motivo al vino mezclado con miel (hidromiel) se le podían añadir especias y dar aloja, el hipocrás o la garnacha (hecho con tres tipos de uva, azúcar, miel y canela).
Pero sin lugar a dudas el chocolate era la bebida por excelencia de las clases pudientes, se tomaba para merendar acompañada de dulces de hojaldre, pestiños o buñuelos.
De nuevo en la obra de Calderón “Mojiganga”, leemos: “¿chocolate? ¿Una vianda tan primorosa, viudas habían de tomar?. Extraña estás. ¿por qué no?. Porque bebida tan regalada que no quebranta el ayuno, a la viudedad quebranta”.
Las enfermedades no se combatían con la higiene, incluso el baño era desaconsejado porque se creía que las enfermedades podían entrar por los poros de la piel. Algo distinto eran las aguas termales tomadas como medicamento interno.
La higiene en general era parca, el baño como acto higiénico no era habitual, por lo que se recurría a los perfumes, cuanto más fuertes mejor, para ocultar el mal olor corporal. No se bañaban ni los sanos cuando tenían calor, recurriendo a las bebidas refrescantes o ungüentos. Recordemos que en toda su historia don Quijote solo se baña dos veces, una voluntaria, en casa del Caballero del Verde Gabán dejando después de lavarse cara y cabeza el agua de color suero, y la otra porque se cae al Ebro.
Ser limpio implicaba mostrarse limpio y aunque no se lavasen valoraban que la ropa estuviera blanca y cambiarla era signo de limpieza más que el uso de agua y jabón. El siglo XVII puso de moda la belleza femenina, rubia de largos cabellos, que simbolizaba la virginidad, por lo que muchas damas se aclaraban el pelo con lejía, se pintaban las cejas con sulfuro de antimonio y se blanqueaban la cara, el escote y las manos con soliman (sublimado corrosivo). Se aplicaban colorete con carmín en las mejillas, barbilla, punta de las orejas, hombros y manos. El carmín en los labios estaba tan extendido que hasta las monjas lucían sus labios artificialmente enrojecidos, como nos describe Cassiano del Pozzo en El diario del viaje a España del Cardenal Barberini (1626).